Detrás de las Ánimas Errantes

Detrás de las Ánimas Errantes

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Ximena Velosa, noviembre de 2024.

Cerré el año 2023 con la participación en la Primera Bienal de Arte de Cundinamarca, un evento pequeño en algún punto donde la cordillera de Los Andes se trifurca. El evento fue inaugural para la bienal, ya que era la primera versión, y para mí, porque era mi primera vez en una bienal de arte.

Mi participación fue accidental, afanosa, aleatoria, casual. Me presenté el mismo día de la fecha límite de la convocatoria, justo una hora antes de que el formulario desapareciera del sitio web, haciendo un uso excesivo de mi confianza. Cosa que nunca hago, pero ese día era domingo. Unos días después de la clausura de la bienal recibí un mensaje de texto en mi teléfono de alguien que quería visitar mi taller para conocerme y para conocer mi obra, porque venía muy bien con el criterio curatorial de un Salón Regional de Artistas. Como no sabía quién era ni qué era un salón regional de artistas, le mostré el mensaje a mi pareja.

“Bloquea eso, es una estafa”, me dijo desde su acostumbrada paranoia, de quien ha crecido en el centro de Bogotá, una ciudad peligrosa en uno de los países más inseguros del mundo; sin embargo, era tan refinada la modalidad de la estafa que parecía inverosímil que lo fuera, así que respondí el mensaje y planeamos el encuentro.

Recibí la visita en mi taller unos días después y tras una entrevista formal, me propuso ir a una reunión de trabajo en un municipio a unos 200 km de distancia. Los curadores pidieron un texto específico sobre cuál era mi relación con los trenes de Colombia. Extraño tema, dado que en Colombia no funcionan los trenes desde finales de la década de los años 70.

Llegué al lugar del encuentro. Resultó no ser una estafa, los curadores habían visto mi trabajo en la Bienal de Cundinamarca. Trabajamos desde las 9:00 de la mañana hasta las 5:00 de la tarde. Fue emocionante, recordé mis años en la facultad de filosofía, en los que se discutían en mesa redonda problemas humanos sin solución.

En menos de una semana me vi involucrada en un proyecto que me tomaría un año desarrollar. Voy para la tercera inauguración de la exposición, que ha circulado en fragmentos en varios municipios y no sé si lograré ver la obra completa instalada. Han pasado 11 meses, no he firmado contrato y no sé bien cómo fue la instalación que propusieron los curadores, dado que las instrucciones que entregué por escrito no podrían cumplirse por estar sujetas a las posibilidades de las locaciones, que son patrimonio cultural y no pueden ser intervenidas. Está prohibido el uso de taladros, chazos y tornillos. “Locombia” le dicen acá: desarrollas un proyecto sin contrato y sin presupuesto, con todas las dilaciones imaginables y sin la certeza de poder ver los resultados.

Vivir así es un acto de fe. No podría no haber formado parte de este proyecto colectivo, me cambió de una forma que buscaba desde hacía varios años, cuando decidí cambiar de profesión y tomarme en serio como artista. Así pues, fui diciendo que sí a todo lo que surgía, sin entender bien en qué consistía.

A mi regreso de ese viaje de trabajo, mi pareja me explicó qué era un Salón Regional de Artistas y que lo que me estaba pasando era importante. No quise entender, para no llenarme de miedo. O de vanidad. Entregué la formulación del proyecto comenzando diciembre para empezar a ejecutar en enero.

El cambio de profesión exige un cambio de método de trabajo. A pesar de que las respuestas suelen ser provisionales, en filosofía se avanza con certidumbre; cuando se escribe un ensayo, antes de escribir se sabe qué se quiere decir y cómo se va a decir, se saben las premisas y las conclusiones, se sigue un algoritmo. En el arte el método es distinto, las premisas cambian todo el tiempo. Me he estrellado contra la contundencia de los hechos cada vez que he querido aplicar en el arte el método de la filosofía. Pocas cosas resultan como se planean, pocas veces es claro el resultado final, pocas veces se cuenta con todos los materiales y las soluciones a la mano, y la mayoría de las cosas que se te ocurren no puedes hacerlas tú solo porque te falta el conocimiento, la destreza o las herramientas adecuadas. Hacer una obra es someterse al imperio de la incertidumbre y la indeterminación. Algunos no sobrevivimos a esa sensación.

La petición sobre mi relación con los trenes de Colombia tenía un sentido. La exposición lleva por nombre Resonancias en la carrilera y pretende hablar sobre el tren como criterio unificador de esa región tan dispar que es la zona centro de Colombia: Bogotá, Cundinamarca y Boyacá. Desde lejos todo parece lo mismo, pero desde cerca las diferencias se hacen grandes y obligan incluso a separar Bogotá y Cundinamarca como región. Cosas de la burocracia colombiana que no entiendo.

Cualquier pretexto me sirve para hablar siempre de lo mismo: la conducta humana. Ninguna otra cosa me ha dejado tan perpleja como esa. “La mente humana es una caverna oscura insondable”, digo yo parafraseando a mi madre, cuando fue testigo de mi extinción psíquica, en un momento de gran crisis. Me resulta asombroso cómo el ser humano crea tanto como destruye, es un demiurgo que se resiste a la permanencia de su creación. Mi búsqueda persigue las huellas del rastro humano, del despojo de esa gran destrucción que es la existencia y los Ferrocarriles Nacionales de Colombia son una expresión manifiesta e indeleble de ello, sus huellas no se borran ni del paisaje ni de la memoria. De eso quise hablar en el Salón Regional.

Entenderlo no fue tan inmediato como contarlo acá. Mi tendencia a la literalidad me llevó a lo obvio: quise grabar sobre los residuos del despojo memorias que quedaron registradas en una fotografía, quise hacer grabado sobre rieles o sobre cualquier otro residuo metálico. Tenía claro como fotógrafa que no podía hablar de lo que no había vivido; los ferrocarriles de Colombia eran como el matrimonio de mis padres, habían muerto antes de yo nacer, por eso tenía que trabajar con archivo fotográfico, porque tenía que trabajar con los recuerdos de otras personas. Los restos del tren no son tan fáciles de conseguir. Me había acostumbrado a verlos ser corroídos por el óxido en los cementerios del ferrocarril: las antiguas estaciones férreas urbanas, de paredes altas e imponentes, que también estaban siendo roídas por la humedad y los vientos helados de la sabana de Los Andes. Llegué tarde a buscar, los últimos restos fueron chatarrizados hace un par de años para dar paso al nuevo proyecto ferroviario con los chinos y cualquier residuo, por pequeño que sea, pertenece ahora a la nación como patrimonio cultural. Es de todos y es de nadie. Tal vez eso fue lo que me hizo creer que podría ir y tomarlos, simplemente.

Lo que quedó es propiedad del Fondo de Pasivo Social de Ferrocarriles Nacionales de Colombia, las vías férreas son administradas por Invías y todo es custodiado por el Ministerio de Cultura (Ministerio de las culturas, las artes y los saberes). Me sorprendió ver que lo que queda es difícil de chatarrizar. En los Talleres de El Corzo, donde funcionaron los talleres de reparación de locomotoras, hay una bodega desde hace décadas llena de repuestos que, desde su compra fueron inútiles, no servían para las locomotoras que había en Colombia y los trabajadores no conocían su utilidad. Eso tampoco se puede tocar, pero se puede comprar; la bodega completa o nada. La quieren subastar; supongo que sabremos qué pasará con todo eso cuando ya haya sucedido. Hay objetos maravillosos en ese lugar y en sus empaques originales, es como viajar al pasado. Todo acumula polvo. Seguí la ruta de los antiguos ferrocarriles para ver qué encontraba, para preguntar a las personas por sus recuerdos asociados al tren, para hacer entrevistas siguiendo mi olfato, pero sin encontrar lo que buscaba y sin entender qué me faltaba. Lo supe cuando entrevisté a los ferroviarios, me faltaban sus recuerdos.

Me contaron cómo sus vidas fueron forjándose con el tren, cómo ser un ferroviario era un asunto que iba más allá de un trabajo (arduo, la mayoría de las veces), era hacer parte de una familia más grande; no importa adónde te lleve la vida, si eres un ferroviario a donde vayas encontrarás a otro ferroviario que te ayuda. Los ferrocarriles nacionales alimentaron a muchas familias y dieron salud, pensión y un oficio a muchísimas personas por 4 generaciones. Estas entrevistas me permitieron entender que estos tipos duros que yo imaginaba trabajando en ambientes por completo masculinos y haciendo oficios que requerían mucha fuerza eran seres humanos sensibles, parte de una familia y con una gran devoción por la Virgen del Carmen. Me contaron sobre las peticiones que le hacían, los milagros recibidos y las veces que la Virgen salvó sus vidas al sacarlos vivos de algún accidente o evitarles algún otro. La topografía colombiana hizo al tren muy propenso a los descarrilamientos. Me sorprendió el contraste.

Estuve buscando a las mujeres en estas historias y la mayoría de las veces las encontré en sus casas, recordando la aventura de llevar el almuerzo empacado a sus esposos a toda carrera cuando pasaba el tren por la estación. Algunas pocas trabajaron en las labores administrativas como secretarias de los Ferrocarriles Nacionales. De muchas formas, estas personas hicieron posible que miles de familias colombianas vincularan sus vidas y recuerdos a los viajes en tren e hicieron posible el surgimiento de nuevos asentamientos gracias al comercio de alimentos. La presencia de una estación férrea era un augurio de prosperidad.

Un archivo fotográfico que logre captar tanta memoria es infinito; pero, extrañamente, no fueron muchas las fotos a las que pude acceder. Con el paso del tiempo, los recuerdos se van borrando y las personas van desapareciendo. Entendí así que lo que más me motivaba, no solo en este proyecto, sino en general en todo mi trabajo artístico, es la lucha desesperada contra el olvido. Mi trabajo es un combate permanente contra la ausencia. Conforme avanzaron las entrevistas y la investigación fui yendo de lo obvio a lo inasible. Abandoné la idea del grabado sobre hierro para tratar de hablar de lo etéreo que es el recuerdo.

Era imperativo conservar la materialidad del hierro; trabajé sales de hierro sobre tela con las imágenes de archivo elegidas. Quise trabajar con archivos personales y en esto me ayudó la Entidad Museal de Albán, que gracias a la perseverancia de un único individuo (Don Luis Enrique Gil) se conserva la memoria de ese pueblo que nació con la estación férrea y que sobrevive apenas por milagro.

Quise conocer el archivo de Hernán Díaz, en la sala museal ferroviaria de Facatativá recién inaugurada, pero fue imposible. Esa típica incertidumbre de aquí: nunca queda claro quién es responsable de qué cuando se trata de lo que sobrevive del tren.

El museo abrió sus puertas solo para cerrarlas durante casi un año, porque Invías no contrató el personal encargado de abrir y cerrar las puertas. Esta situación paradójica es parte de la voz de la obra; al final trabajé con un archivo no profesional, el archivo familiar de personas que donaron las fotos a Don Luis.

La visita a los talleres de El Corzo fue definitiva. Mientras fotografiaba cada cosa que encontraba de lo que quedaba del antiguo tren, que se resistía a la extinción a pesar del acorralamiento del nuevo proyecto férreo con los chinos, me contaron la más terrible de las historias. En el proceso de mover vagones y rieles encontraron restos humanos. La expresión superlativa del despojo.

Tuvieron que parar la obra y llamar a medicina legal de la fiscalía que, tras la investigación forense, logró determinar que había sido una mujer dada por desaparecida hacía muchos años, que fue abusada y asesinada en uno de esos vagones abandonados en los Talleres de El Corzo cuando estos ya habían salido de operación. Esta historia me rompió el corazón. No pude evitar pensar que hasta la mismísima Virgen del Carmen había abandonado ese lugar en el país consagrado al Sagrado Corazón de Jesús.

Esa fue mi obra. El fantasma de un vagón errante que dio vida y prosperidad de muchas formas, pero en el que, una vez abandonado, cosas horribles pasaron. Puse a la Virgen del Carmen dentro del vagón, tuve que invocar a esa gran testigo de toda esta historia y acompañarla de esos recuerdos de quienes lo habitaron, quienes le dieron vida y quienes quisieron guardar estos recuerdos en una fotografía que yo invoqué décadas después para preservar esta memoria.

La obra está ahora instalada en la estación férrea de La Sabana, en Bogotá; la misma estación que sirvió de cementerio ferroviario hasta hace unos años. La obra son las ánimas errantes que vuelven para quedarse donde pertenecen.