Resumen ejecutivo

Resumen ejecutivo

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Marzo de 2019

A mis 34 años, entendí que pasé los últimos 17 años de mi vida tratando de resolver los primeros 17. Aún recuerdo mis primeras sesiones de psicoanálisis: dos mujeres mirándose la cara mutuamente sin decir nada. No me atrevía a hablar y a la terapeuta, se supone, no le corresponde hacerlo. Desistí. Un par de años después lo intenté de nuevo, pero me entretuve preguntándome por qué no podía dedicarme a hacer lo que me gustaba y por qué censuraron tanto en casa mis inquietudes sobre la belleza y la libertad. La conducta humana era para mí indescifrable. Aún lo es. Hice una pataleta de silencio y, contra el deseo y la fe de mis parientes, comencé a estudiar literatura, sintiéndome muy insegura.

Varios años después intenté de nuevo la terapia. Esta vez ya no vivía en casa de mi madre, así que me atreví a hablar. Y solté todo, pensando que así resolvería mis incomodidades y que me conduciría de inmediato a mis propósitos más elevados. Hablé sobre mi relación con mis papás, hablé de los múltiples matrimonios de mi mamá y de cómo me condujeron al desarraigo, el aislamiento y al intercambio indiscriminado de familias, y hablé de mi relación con los hombres. Hablé de la muerte de mi papá, de mi deseo oculto porque fuese dolorosa y de la culpa que eso me producía. Hablé demasiado y comencé a perder el control sobre mis emociones. El pasado pesa, no supe cuánto hasta que comencé a revolverlo.

Finalmente, perdí el control de mi vida: perdí a mi pareja, los trabajos que tenía, el postgrado que cursaba, la casa donde vivía. Reclusión y fármacos un par de semanas y de regreso a la vida, como después de una lobotomía. Ataques de pánico. Tuve que indagar de nuevo en el pasado; entendí mi miedo a cualquier interacción social, mi sentimiento permanente de incapacidad, mis traiciones y esa costumbre de hacer cosas que no quiero hacer y de posponer las que sí por miedo, logré ver el porqué de mis relaciones con sujetos indeseables y de mi tendencia a huir siempre por instinto. En fin, entendí de dónde viene esa lista interminable de reproches que me hago.

Mi llegada al mundo tuvo algo de dramático. No fui el varoncito que esperaba un matrimonio desintegrado, pero sí la hermanita que esperaban mis hermanos ya grandes. Mi papá era alcohólico y violento, y mi mamá, una mujer maltratada y deprimida. Así que esos años de primera infancia los viví huyendo, escondiéndome de la brutalidad de los adultos. Finalmente, mi mamá lo echó de casa y para hacerlo tuvo que venderla, y se volvió a casar. Mi hermano se fue a vivir con la abuela. Mi hermana, mi mamá y yo hicimos una familia nueva con el esposo nuevo y sus tres hijos. Éramos muchos, así que nos trasladamos a una finca en la sabana, a las afueras de la ciudad; había sido la casa de campo del esposo nuevo y de su esposa antigua, donde había enviudado.

Esa fue una casa prestada y una familia prestada. Vivimos en el campo, donde disfruté algunas cosas que por el resto de mi vida siguieron siendo imprescindibles: el contacto permanente con la naturaleza y mis juegos con los animales y las plantas. Las relaciones humanas no eran tan estimulantes: los hermanos nuevos eran personajes extraños, las mayores eran violentas y hacían de mi cotidianidad una amenaza constante. El menor tenía mi edad y era mi compañero de juegos, pero sus hermanas lo hicieron desconfiado. Los dos estábamos en un estado de alerta constante. Mi paso por allí duró algunos años.

Un nuevo divorcio de mi madre me llevó de regreso a Bogotá. Cambié de casa, de colegio y de familia. Recuperé a mi mamá. Cumplí 10 años, y ese día fue la última vez que vi a mi padrastro, fue triste, porque él fue lindo conmigo siempre.

Comenzó una nueva etapa. Entré a estudiar en un colegio católico femenino, con más reglas que a las que estaba acostumbrada y no me gustaba estar sólo con niñas. En casa pasaba la mayor parte del tiempo con mi hermana, ella hacía mi vida divertida y era muy amorosa. Esos años me entretuve con los libros de cocina que había en casa, hice tareas, vi televisión y, durante algún tiempo, muy corto para mi gusto, practiqué equitación. Una vida corriente y alegre. Y mi mamá se volvió a casar y ahí se acabó mi tranquilidad y lo que yo consideraba que había sido la unión familiar.

Tenía 12 años y comenzaron a suceder cosas en mi vida para las que nadie estaba preparado. Pasé por varias situaciones de abuso por parte de miembros de mi familia, primos, primos de primos, parientes de cualquier persona y nadie en casa hizo nada, nadie dijo nada. Y recordé cosas de la infancia que había querido olvidar. Mi vida se convirtió en la misma pesadumbre de la arbitrariedad que sentía en esos años de infancia en aquella finca y con aquellas pseudo hermanas, cuando opté por la invisibilidad como estrategia de supervivencia.

Los hombres pasaron por encima de mí sin consecuencias. Así que un día, cuando terminé el bachillerato, decidí ir a buscar a mi papá. Como la niña que era cuando lo vi por última vez, pensé que tal vez él sí me protegería. Pero lo que sucedió fue devastador. Juré que nunca un hombre volvería a abusar de mí. La agresión fue tan profunda que quedé suspendida en un espacio sin tiempo. Perdí el rumbo de mi vida, quedé catatónica, destruida por dentro. Como muerta en vida.

Me senté a leer. Fue todo lo que pude hacer, sentarme a leer. Porque ya no creía poder encontrar respuestas en ninguna parte. Hice algunos intentos con Dios, pero no podía creer en un Dios que permitiera que me pasaran esas cosas, a Dios no le importaba el mundo. Me refugié en el tribunal de la razón, porque los sentimientos los tenía destrozados. Hice mis primeras psicoterapias, que odié porque me obligaron a hablar de cosas por las que sentía una vergüenza profunda, así que las abandoné rápidamente. No sabía qué hacer, había terminado la secundaria y no sabía qué estudiar, no sabía quién era, ni quién quería ser. Sólo pensaba en la muerte. Sólo pensaba.

A fuerza de tener que hacer algo, me matriculé en el programa de literatura, porque era lo único que hacía: leer. Buscaba entender qué había pasado, por qué los seres humanos eran como eran y actuaban como actuaban.

Nunca estuve cómoda en ningún lado. Cambié de universidad y cambié de programa, y tampoco estaba cómoda allí. Al terminar 4º semestre en la segunda carrera que comenzaba me quedé embarazada, así que decidí terminar la carrera para no empezar de nuevo. Me gradué de filosofía, pero ya no tengo nada de académica.

Necesitaba reconocerme como un sujeto de derechos, así que cursé un programa de postgrado en derecho, pero no me gradué y no trabajo en eso. Estudié flauta, guitarra, fotografía, literatura, pero no logro sentirme parte de ese mundo. Me refugié en los hombres y tampoco saqué nada de allí, sólo lecciones para no repetir.

Pasé 17 años tratando de salir de ese estado catatónico. Hice de todo, busqué en todas partes la respuesta a mi dolor, el sentido de mi sufrimiento hasta yo misma enloquecer. Los culpé a todos. Fui igual que mi padre, fui igual que mi madre, fui todos mis ancestros para depurarlos de mi conciencia y de mis huesos. Una tarea eterna. Hasta que entendí que tenía que hacerme cargo de mí misma, que el dolor no se iba culpando ni perdonando, sino aceptando lo irremediable como irremediable.

Ahora mi hijo tiene 12 años y yo siento como si hubiese acabado de comenzar mi vida, como si empezara a abrir los ojos, porque, por primera vez, empiezo a sentir el privilegio de estar viva, porque hasta ahora comienzo a hacer de mí lo que soñé para mí desde la inocencia de la infancia.

Es lo que me digo ahora, para seguir caminando, para ser la heroína de mi propia historia.